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miércoles, 6 de noviembre de 2013

Deja que Pase.

Paseaba por los pasillos del hospital psiquiátrico con aquella bata azul claro de enferma que tanto aborrecía, pero las drogas que le suministraban le daba un pequeño efecto de tranquilidad que solo duraba hasta que la tarde se oscurecía, y volvían las noches a ciegas llorando, queriendo morir. Otra vez las mañanas de resaca sin haber bebido ni una gota, otra vez la droga y otra vez la  tranquilidad. Los días pasaban sin saber ni siquiera que día era.
Una mañana de niebla pudo ver cómo él entraba por las puertas, mientras se quedaba mirando fijamente el horizonte desde aquel pequeño ventanal. La niebla era algo que siempre la atrapaba en una espiral curiosa de la que difícilmente lograba escapar cuando alguien la llamaba a continuar con la monotonía diaria de aquel edificio sin demasiada vida, sin armonía, sin música... Ella adoraba la música. Llevaba mucho sin escuchar ni una sola nota, desde que Lou, el pianista, había fallecido hace... ¿Tres meses? El tiempo aquí dentro es tan relativo que nadie sabe cuánto lleva allí ni cuánto va a estar.
Entra en la sala un chico pelirrojo de ojos color coral que son tan brillantes y a la vez se hacen tan imposibles, se percató de que él no era de los habituales del hospital que obligaban a acudir a la sala conjunta para poder intentar que no se hagan daño. Todos los que estábamos en aquella sala llevábamos una pequeña o gran marca en alguna parte de nuestro preciado cuerpo.
Yo llevaba unas abrasiones en el cuello, de una soga que debió matarme pero no lo hizo.
Ella, bueno, ella era otro tema. Jamás la había visto articular palabra alguna desde que llevaba allí, jamás la había visto sonreír, y eso que ella llegó por lo menos un mes después de mi. Llevaba siempre consigo un pañuelo en el bolsillo izquierdo de su bata, en la parte en la que estaría su corazón. Esa tarde la vi esbozar una mueca casi de asombro cuando el joven entró en la sala. Ella solía tener una mirada perdida, unos ojos cansados sin vida, sin mucha experiencia pero que saben que el mundo no es fácil. No creo que aquella muchacha superara los veinte años, era muy joven para estar con nosotros, pero muy mayor para ir con los adolescentes...  Supongo que por eso estaba allí, no sabían donde meterla, pero no podían dejar que pudiera completar aquella tarea que la había metido allí.
Él se acercó a ella, le apartó el mechón de pelo de la cara y se quedó a su lado mirando la espesa niebla. Así se sucedieron los días, cada vez ella estaba mejor y, supongo, él cada vez encontraba nuevos motivos por los que no cumplimentar aquella tarea.
O al menos eso creíamos todos.
Una mañana me desperté por unos gritos que provenían de las duchas comunitarias, creí que era simplemente que alguien se había caído, pero igualmente me acerqué allí. Al cruzar el umbral de aquel portón pude ver el suelo encharcado en sangre. Al fondo ellos dos, cogidos de la mano, mientras el agua se llevaba su vida a partir de las muñecas marcadas por un trozo de cristal de la ventana, creo. Jamás supe por qué se mataron, nunca entendí que si eran felices juntos, cómo fueron capaces de morir, solo me quedaba el pensamiento que murieron el uno por el dolor del otro.

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