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martes, 30 de junio de 2015

Bolas de Fuego, Sonido de Llover.

Y en mil desiertos me paro, mirando aquel cielo estrellado, preguntándome seriamente quién sería el primero en preguntarse qué brillaba allí arriba. Preguntándome qué le diría su madre, porque las madres son siempre las que responden estas preguntas con una sonrisa en los labios. Supongo que le mentiría, porque no sabía qué era aquello que brillaba, igual le dijo que eran almas que se habían quedado atrapadas, o gotas de agua que no podían bajar a la tierra, o ángeles velando por ellos, o simplemente le dijo que era exactamente lo que son: bolas de fuego brillando a millones de kilómetros de aquí, sintiéndose muy pequeñas y siendo más grandes que la tierra que pisamos. Y tal vez esa persona que se preguntó qué brillaba allí arriba, buscó la forma de llegar a ellas de alguna manera, construyendo tal vez, una escalera a la luna, o buscando un horizonte que nunca termina. Tal vez llegó a nuevas tierras dónde no había nada, o encontró el paraíso en alguna isla lejana. Tal vez viajó largo tiempo buscando esas estrellas que brillaban, o tal vez se rindió al primer intento por no poder encontrarlas. Y allí me paro yo, con una sonrisa en los labios, una de esas sonrisas melancólicas que lo responden todo, allí me paro sabiendo al menos la respuesta a esa pregunta y preguntándome cientos de cosas más. Buscando respuestas a preguntas y preguntas a respuestas que jamás debieron salir de aquel infierno cruel y nefasto que es mi mente. Que jamás debieron suponer una noche en vela, o cinco minutos más de los necesarios de mi tiempo. Porque es cierto que pensamos las cosas cincuenta veces hasta poder acabar con ellas, hasta solucionarlas. Pero es que eso es lo que significa tener conciencia, el usarla, el buscar un por qué para cada cosa, una locura nueva a cada cordura inexistente, una forma diferente de vivir con cada nuevo pensamiento que cambia el mundo día a día. Y aquí estamos, todos nosotros, parados en este desierto mientras nos vamos consumiendo.

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