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viernes, 22 de febrero de 2013

Sonidos Estivales.

Pasea sus pies sobre la arena, sobre los granitos blanquecinos que cosquillean entre sus dedos, Coge su mano, la aferra fuerte. No puede creer que estén allí, los dos, siendo uno. De su mano paseando por aquella playa, por aquel majestuoso atardecer, con aquel vestido vaporoso y blaquecino que caía sutilmente por su maravilloso cuerpo de muñequita de porcelana, por aquel cuerpo perfecto que aquel chiquillo había resucitado. Él, con su camisola azul cian, sus pantalones blancos y sus zapatos en las manos. Contemplando los ojos que tantas noches vio cerrados, contemplando la belleza que tanto amaba. Su prometida, su vida.
Caminaron durante horas en el más absoluto silencio, entre las olas de aquel atardecer, entre aquellos majestuosos acantilados, sin decir nada, diciéndolo todo. De esos silencios en los que ambas partes saben que están pensando en lo mismo, de esos silencios que se acaban llenando con besos de esos que jamás se olvidan.
Pasaban las horas, de repente se encontraron de frente con una impresionante noche estrella en el mar, una de esas noches mágicas, en las que el amor se nota entre la brisa del mar, entre los murmullos estivales, entre los cánticos de sirenas lejanas, entre las miradas fugaces de esas dos almas que se aman. Un solo abrazo, en silencio, de repente todo cambia, el aire enmudece, el sonido de los grillos deja de oírse y sienten, solo sienten, sus labios entrelazados, sus corazones latiendo al unísono, su vida pasando sin remedio y dando a conocer un futuro aterrador y perfecto. Un futuro juntos.
Se despiertan entre las rocas, acurrucados, en una pequeña cueva de ambiente hogareño, están solos, no queda nada que hacer por allí y... Son tan felices. Se tienen el uno al otro, nadie ni nada más, dos almas entrelazadas en un momento y un lugar que resultaron ser los idóneos. "¿Por qué no?" Gritaba en su interior aquella voz en ese momento.  Y menos mal que hizo caso, menos mal que la vida la sonrió, menos mal porque encontró a una persona capaz de entenderla y de esforzarse por hacerla feliz. Se sentía tan bien en su pecho, acurrucada, donde siempre había querido estar. Allí se fueron a vivir, después del primer atardecer contemplaron muchísimos más, tantos como amaneceres. Desde esa playa se sentían bien y fueron muy felices. Todas las mañanas, el muchacho, le traía unas azaleas a la chiquilla. La trataba con una auténtica princesa y eso era para él, la princesa de sus sueños.

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