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miércoles, 28 de marzo de 2012

La Isla

Las olas rompían fuertemente sobre la barca. Llevo varios días a la deriva y se me ha acabado el agua y la comida. Todavía no he encontrado Tierra. Empiezo a sentirme francamente mal. Necesito agua, comida y poder dormir, el bamboleo de la barca no me lo permite.
Tras varios días caigo en un profundo sueño del que no salgo hasta que alguien me echa agua sobre el rostro. El sol me ha quemado la piel porque salí del barco sin crema y llevo navegando al rededor de una semana. Ha sido muy duro, creía que iba a morir... Pero abro lentamente los ojos y encuentro frente a mí un muchacho moreno, de fuertes brazos y labios carnosos. Siento unas fuertes jaquecas que vienen y se van en silencio, igual que llegaron. Me levanto despacio tratando de no marearme, cosa ya imposible, pero en ese momento no me doy cuenta. El muchacho me ayuda a levantarme lentamente y luego me ofrece un coco lleno de agua y un poco de pescado. Yo solo bebo agua, no tengo ganas de comer aunque el hambre es inmensa. Por fin consigo estar con mis funciones al cien por cien. Comienzo a hablar con el muchacho y la suerte hace que hable mi mismo idioma. Comenzamos a conversar del tiempo que él lleva allí y me pregunta de donde vengo. Ambos contestamos gustosos a las dudas del otro. Finalmente nos sentamos frente a la playa mientras la puesta de sol decora el agua, esa agua tan cristalina y brillante. Puedo ver algunas sombras de los peces en el agua y aves volando por encima de nosotros. Lo extraño es que ningún pez normal se acerca tanto y las aves son de otra complexión distinta a la de las aves marinas. Estoy en un lugar extraño, la vegetación tampoco corresponde con ninguna planta o árbol de los que conozco. Empiezo a asustarme y el muchacho lo nota. Coloca su brazo por encima de mis hombros y me dice al oído:
-Sí, esta isla no es una isla normal. Y nunca te adentres en la jungla, hay animales muy peligrosos y... Algo parecido a los dinosaurios que nosotros conocemos.- Mi bello se me pone de punta y me pongo pálida. Lo siguiente que recuerdo es oscuridad y despertarme en una pequeña cabaña de hojas grandes y cañas de algo parecido al Bambú, pero no es exactamente igual, esta planta es morada. Cada día esta isla es aún más extraña. El muchacho entra en la cabaña y se emociona al ver que me he despertado. Corre hacia mi y me da agua. Comienzo a hablarle y le pregunto donde estamos. Como contestación, solo silencio. Veo que los ojos del muchacho se llenan de lágrimas y me cuenta que llegó aquí con unos amigos, mientras hacía una expedición marina y calleron a La Fosa de las Marianas. Un remolino los absorbió y aparecieron aquí. Haour, el muchacho, sobrevivió. El resto fue muriendo poco a poco, por heridas, por hambre, por deshidratación... Decido dejar que desahogue y lo escucho. Sin mediar palabra, hasta que confiesa que tuvo que alimentarse de uno de sus amigos fallecidos en un momento en el cual no había podido cazar nada y la tormenta no permitiría que encontrase comida en varios días, hasta que la tormenta amainara. Mi cara refleja clara sorpresa, aunque trato de evitar que se de cuenta, lo hace. Lo veo en el reflejo de sus ojos, en la tristeza que estos emanan. En esta postura comenzamos a acercarnos lentamente y nos fundimos en un beso. Ambos llevamos varios días (él meses) sin el contacto humano y agradecemos esa señal de cariño. Esa noche ninguno quisimos pasarla solos y pasamos la noche entre besos, caricias, abrazos... Vivimos una historia muy bonita en aquella isla y poco a poco, la conocimos mejor y descubrimos que era un nuevo mundo y que las plantas eran similares a las nuestras, pero no iguales. Una tarde, tres años después de mi llegada a la isla. Haour me recibió en  la playa donde nos conocimos y me besó, después de eso postró su rodilla izquierda sobre la arena y me dio una joya, de una de las muchachas de su expedición, como muestra de su amor. En ese instante nos unimos para toda la eternidad, literalmente. En esa isla el tiempo no pasaba y la muerte no existía.

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