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miércoles, 30 de marzo de 2016

Angustia.

Lo típico, las tantas de la noche y yo despierta, mirando al techo con la luz apagada y los cascos sonando con alguna canción. De esas de las que me gustan a mí, casi más viejas que yo la mayoría... Yo tumbada con la respiración entrecortada y el latido de mi corazón acelerado. No puedo dormir. Ni siquiera sé si quiero hacerlo...
Llega un punto de la noche en el que,  la línea entre la realidad y los sueños, se hace lo suficientemente fina para poder despegarme de mi mente unas horas, aunque no mucho.  Y no descanso. Hace bastante tiempo que cuando duermo no descanso. No entiendo qué es lo que está roto ahí dentro, no lo entenderé nunca, creo. Tampoco sé si sería útil entenderlo. Aquí en la oscuridad de mi cuarto, mi silencio tiene sentido, mis lágrimas se agolpan en mi garganta y me atragantan. Poco hago más que respirar en un punto de mi agonía que ya hace muy alta mi desesperación. Y entonces me duermo. Al menos una hora, a veces dos. Y mi corazón sólo me llena de angustia y de pesadillas. Pesadillas donde todo mi mundo se desmorona y yo ya no tengo nada. Pesadillas donde mis seres queridos se han olvidado de mí. Pesadillas donde se hace notar mi soledad, al menos la que yo siento. Una soledad que me agobia y agota. Una soledad que me tiene prisionera y que no me deja avanzar, que es unas malditas esposas que sujetan mis muñecas y me dejan marca. Una soledad que ha quemado hace tiempo lo que yo era y me ha dejado una carcasa vacía que a veces me molesto en llenar. Una carcasa que se mueve como si nada más la guiara. Una piel que da una forma insignificante a mi alma, pero que no me representa en nada.
Así que otra noche más de tantas sin dormir, con los ojos puestos en el techo e inundados en lágrimas.

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